sábado, 2 de junio de 2012

BOSTEZO


Las sustancias que habito son poblados de espuma. Redondos seres revientan en sus puertas y dejan hijos quietos prendidos de los picaportes, colgados de los dinteles, pensativos en los umbrales que les proponen nombres; quietos hasta que el viento solloza. Habito, he dicho, en este malvavisco que persiste en la boca, en la comisura de los labios cerrados para siempre, o abiertos para siempre; desapareciendo.                                                                          
           
           Cuántas cosas supone esta región de flácido y de botes, transparencias de sombras advertidas, burbujas de ideas que salen al trabajo, que se ajustan los botones como justificaciones para el conforme, para el de buen ánimo y para el terco que promueve sobres de cierto y de mañana, en la casa del sueño, en la dictadura de la esperanza.
Cosas como la que espero no dejar de dicha para reuniones y para cumplir las órdenes de disparo o de veneno; por ejemplo:

          “Algo, no del todo a gusto, exclama desde un hueco de su lugar de trabajo: eso es lo que dices, que me quieres, eso dices. Eso dices, que me quieres, cómo he de entenderlo.

Por ejemplo:
          “Una pompa, más que cansada, aparece de tarde en la cima del bezo, los miembros arrastrados, mira al horizonte, suspira y dice: Mañana es un día como hoy, no hay duda, con eso el momento se hace tan largo como pueda. Se sienta y duerme.

Por ejemplo:
          “Conocen el jabón y se sorprenden, conocen la cerveza, los hocicos con rabia, el batido del chocolate, el golpe de la mar contra el peñasco, y pierden el hilo de sus vidas, se internan en cuestionamientos tan imposibles, brillan unos, otros simplemente deshidratan. Pasan años frente a esa realidad que les supera”.

           En fin, viene uno, vestido de baba, o de respiro, o de regüeldo, y apenas y sostiene la mirada en este panorama de aguas redondas detenidas. Crecen los infantes convertidos en porteros y organizan aquelarres en los marcos en que duermen, pero no dejan entrar a nadie. Temen, los inquilinos de esas habitaciones, llegar un día a perderlo todo porque apenas en la entrada de sus vidas, desplazados por un silencio de montones, no les permitan el paso, para siempre.
           Muchos, como yo, han llegado para quedarse, por lo tanto nunca salen de sus predios, limpian las ventanas diariamente, barren hasta el cansancio el porche, el jardín, la mediagua; limpian con fruición los escaleras, los vestíbulos, las aldabas en las que les gusta verse reflejados y brillantes, se humedecen el dedo con la punta de la lengua, lo frotan sobre el metal opaco, pulen, se miran a los ojos reflejados, pero no sonríen, podrían reventar y casi siempre les falta ajustar algunos botones. 

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